El Chianti nace en la Toscana, en la zona entre las provincias de Florencia, Pisa, Arezzo, Pistoria, Prato y Siena. Un territorio culinario que produce vino desde los tiempos de los Etruscos. Todo esto se divide en subzonas geográficas conocidas como Colli Fiorentini, Colli Aretini, Montalbano, Rufina, Montespertoli, Colline Senesi y Colli Pisani. Su producción se divide entre “Chianti DOCG” y “Chianti Classico DOCG”. Ambos se producen utilizando las uvas de las mismas variedades: el Sangiovese, el Canaiolo, el Trebbiano, la Malvasia bianca, el Merlot y el Sauvignon. Su nombre probablemente deriva del término latino clangor, que significa “ruido”, un término que recordaba las cacerías en los bosques de la zona. Por otro lado, la palabra etrusca clante hacía referencia a la familias etruscas del territorio y, a su vez, significaba “agua”. Así pues, ambas, parecen tener alguna que otra relevancia.
El Chianti destaca por su color rojo rubí, con tendencia al granate. De olor vinoso con notas afrutadas de lirio y violeta y aroma de frutos rojos, este vino tiene un sabor armónico que – en su proceso madurativo – se vuelve cada vez más aterciopelado y suave al paladar. El Chianti se puede degustar tanto en su versión joven como en su versión envejecida. Acompaña muy bien carnes rojas a la brasa. Por otro lado, con más cuerpo y complejo, el Chianti envejecido acompaña muy bien quesos curados y la selvaggina (platos a base de jabalí, liebre o faisán). Degustado solo, puede considerarse un vino para meditar. Su comercialización, según medidas disciplinarias, debe venderse a partir del uno de octubre del año sucesivo a la vendimia. Para obtener la denominación “Reserva”, debe envejecer como mínimo 24 meses, tres de los cuales deben permanecer en sus respectivas botellas para una correcta maduración.